Contra el Sistema Público de Enseñanza
William Godwin
La dirección que en mayor o menor grado ejerce el gobierno
sobre la educación pública, es uno de los medios de que suele valerse para
influir en la opinión general. Es digno de ser notado que la idea de tal
dirección cuenta con el apoyo de algunos de los más celosos partidarios de las
reformas políticas. Por consiguiente, su examen merece nuestra más escrupulosa
atención.
Los argumentos en favor de esa idea fueron ya anticipados. "Las personas designadas para ejercer altas funciones públicas y para velar, por lo tanto, por el bienestar general, no pueden ser indiferentes al cultivo de la mente infantil, permitiendo que el azar decida acerca de su buena o mala formación. No es posible lograr que el amor al bien público y el patriotismo sean las virtudes dominantes de un pueblo, si no se hace de su enseñanza en la primera juventud una cuestión de interés nacional. Si se permite que la educación de la juventud sea confiada únicamente al cuidado de los padres o de la benevolencia accidental de otras personas, ¿no resultará necesariamente que algunos jóvenes serán educados en la virtud, otros en el vicio y otros serán desprovistos de toda educación?" A estas consideraciones se ha agregado "que la máxima que ha prevalecido en la mayoría de los países civilizados, según la cual la ignorancia de la ley no justifica la violación de la misma, es en alto grado inicua; que el gobierno puede en justicia castigarnos por delitos determinados si previamente no nos ha prevenido respecto de los mismos, cosa que no puede cumplirse, a menos que exista algo semejante a una educación pública".
La bondad o la inconveniencia de esta teoría será determinada por la consideración acerca de la tendencia benéfica o maligna que ella implique. Si la intervención de los magistrados en un sistema de educación general fuera favorable al bien público, sería ciertamente injustificable que tal función no se cumpliera. Si, por el contrario, esa intervención resultara perjudicial, sería injustificable y erróneo preconizarla.
Los defectos de un sistema de educación nacional derivan en primer lugar del hecho que toda institución oficial implica necesariamente la idea de permanencia y conservación. Ese sistema procura expresar y difundir todo cuanto es ya conocido, de utilidad social, pero olvida que queda aún mucho más por conocer. Suponiendo que en el momento de implantarse ofrezca los beneficios más substanciales del conocimiento, llegará a ser gradualmente inútil a medida que su duración se prolongue. Pero el concepto de inutilidad no expresa exactamente sus defectos. Más aún, restringe el vuelo del espíritu y lo sujeta a la fe en errores probados. Se ha observado con frecuencia que la enseñanza impartida en universidades y otros establecimientos públicos se hallaba atrasada en un siglo con respecto a los conocimientos que poseían los miembros de la misma sociedad, libres de trabas y prejuicios. Desde el momento en que un sistema adquiere forma institucional, ofrece de inmediato esta característica inconfundible: el horror al cambio. A veces una violenta conmoción puede obligar a los voceros oficiales de un caduco sistema filosófico, a decidirse por otro menos anticuado; en cuyo caso se sentirán tan pertinazmente apegados a la segunda doctrina, como lo habían estado respecto a la primera. El verdadero progreso intelectual requiere que las mentes trabajen con suficiente agilidad para captar los conocimientos alcanzados por los hombres más ilustrados, de la época, tomándolos como punto de partida para nuevas adquisiciones y nuevos descubrimientos. Pero la educación pública ha gastado siempre sus energías en el mantenimiento del prejuicio. En vez de dotar a sus alumnos de la capacidad necesaria para someter cualquier proposición a la prueba del examen, les enseña el arte de defender los dogmas establecidos. Estudiamos a Aristóteles, a Tomás de Aquino, a Belarmino o a Coke, no con el ánimo de descubrir sus posibles errores, sino con la disposición de que nuestro espíritu se identifique con todos los absurdos en que aquéllos han incurrido. Este rasgo es común a todos los establecimientos públicos y aún en esa insignificante institución de las Escuelas dominicales, donde se enseña principalmente a venerar a la iglesia anglicana y a inclinarse humildemente ante todo individuo elegantemente vestido. Todo lo cual es en absoluto contrario al verdadero interés del espíritu y debe olvidarse antes de adquirir el verdadero conocimiento.
La capacidad de perfeccionamiento es una característica propia del espíritu humano. El hombre renuncia a su más elevado atributo cuando se adhiere a principios que su conciencia rechaza, aunque anteriormente los hubiera hallado justos. Cesa de vivir intelectualmente desde que se cierra a sí mismo el camino de la investigación. Ya no es un hombre, sino el espectro de alguien que fue. Nada más insensato que establecer separación entre un credo y las razones objetivas de las que depende su validez. Si yo pierdo la capacidad de comprobar la evidencia de esas razones, mi convicción no será otra cosa que un prejuicio. Influirá sobre mis actos a modo de prejuicio, pero no podrá animarlos como una real captación de la verdad. La diferencia que hay entre el hombre guiado de este modo y el que conserva íntegramente la libertad de su espíritu, es la diferencia que media entre la cobardía y el valor. El hombre que es, en el mejor sentido, un ser intelectual, se complace en revisar constantemente las razones que lo han llevado a determinada convicción, en repetir esas razones a sus semejantes, susceptibles de ser igualmente convencidos, lo que al mismo tiempo confiere a aquéllas mayores consistencia en su propio espíritu; estará además siempre bien dispuesto a recibir objeciones, pues no siente la vanidad de consolidar un prejuicio. El que sea incapaz de realizar tal saludable ejercicio no podrá cumplir ninguna función meritoria. Resulta por lo tanto que ningún principio puede ser más funesto en el orden de la educación, que el que nos enseña a considerar como definitivo y no sujeto a revisión un juicio determinado. Esto es aplicable tanto a los individuos como a las comunidades. No existe proposición suficientemente válida para justificar la creación de instituciones destinadas a inculcarla de un modo definitivo en los espíritus. Todo puede ser objeto de lecturas, de examen, de meditación. Pero evitemos la enseñanza de credos o de catecismos, sean ellos políticos o morales.
En segundo lugar, la idea de una educación nacional se funda en la incomprensión del espíritu humano. Todo lo que un hombre hace por sí mismo, estará bien hecho. Todo lo que sus vecinos o el Estado procuran hacer por él, estará mal hecho. La sabiduría nos aconseja incitar a los hombres a obrar por sí mismos, no a mantenerlos en un estado de eterno tutelaje. El que estudie porque quiere estudiar, captará los conocimientos que recibe, comprendiendo plenamente su sentido. El que enseña por vocación, lo hará con energía y entusiasmo. Pero desde el momento en que una institución pública se encarga de asignar a cada cual la función que debe desempeñar, todas las tareas serán cumplidas con frialdad e indiferencia. Las universidades y otros establecimientos oficiales de enseñanza, se han destacado desde hace tiempo por su formal estupidez. La autoridad civil me confiere el derecho de emplear mi propiedad de acuerdo con determinados propósitos; pero es vana presunción creer que puedo trasmitir mis opiniones del mismo modo que puedo transferir mi fortuna. Suprimid todos los obstáculos que impiden a los hombres conocer la verdad y les traban en la persecución de su propio bien; pero no tratéis de eximirles absurdamente del esfuerzo necesario para tal efecto. Lo que yo adquiero porque es mi voluntad obtenerlo, lo estimo en su justo valor. Pero lo que me es gratuitamente concedido, podrá hacerme indolente, pero no puede hacerme respetable. Es en sumo grado insensato pretender procurar a alguien los medios de ser feliz, independientemente de su propio esfuerzo. La concepción de un sistema de educación nacional se basa en la idea tantas veces refutada en el curso de esta obra -pero que se nos presenta nuevamente en mil formas distintas- de que es imposible ilustrar a los hombres si no es por medio de verdades oficializadas.
En tercer lugar, el principio de educación nacional debe ser rechazado en razón de su evidente alianza con el principio de gobierno. Se trata de una alianza de naturaleza más formidable que la antigua y muchas veces repudiada unión entre la Iglesia y el Estado. Antes de poner una máquina tan poderosa en manos de un agente tan equívoco, debemos reflexionar bien en las consecuencias de tal acción. El gobierno no dejará de emplear la máquina de la educación para fortalecer su propio poder y para perpetuar sus instituciones. Aun suponiendo que los funcionarios del gobierno tengan la mejor intención de realizar algo que a su juicio sea meritorio, el mal no será por eso menor. Sus opiniones, en tanto que institutores de un sistema de educación, serán indudablemente análogas a las que sostienen como políticos. Los mismos conceptos que determinan su conducta como estadistas, inspirarán sus métodos de enseñanza. Es falso que la juventud deba ser enseñada a venerar una constitución, por excelente que ésta sea. Debe enseñársele a venerar la verdad, y sólo en la medida en que la constitución participe de la verdad, de acuerdo con un juicio independiente, será merecedora de veneración. Si el sistema de educación nacional hubiera sido aplicado cuando el despotismo se hallaba en su apogeo, es probable que no hubiera logrado sofocar enteramente la voz de la verdad, pero es seguro que hubiera obstaculizado de un modo considerable su desarrollo. Aun en aquellos países donde prevalece la libertad, es razonable suponer que son admitidos muchos errores y una educación nacional tiende esencialmente a perpetuar esos errores, ajustando todos los espíritus de acuerdo con un molde único.
No creemos que la observación de que el gobierno no puede castigar en justicia a los delincuentes, a menos que previamente les haya enseñado a conocer la virtud y a distinguirla del pecado, deba merecer una respuesta especial. Es de desear que la humanidad no tenga que aprender una lección tan importante por un medio tan corrompido. El gobierno puede presumir razonablemente que los hombres que viven en sociedad saben distinguir qué actos son criminales y contrarios al bien público, sin que sea menester declararlo por ley y anunciarlo por medio de heraldos o por los sermones de los clérigos. Se ha dicho que la simple razón es suficiente para enseñarme que no debo herir a mi vecino, pero nunca me prohibirá enviar un fardo de lana fuera de Inglaterra o imprimir la constitución francesa en España. Esta reflexión nos lleva a la esencia del problema. Los verdaderos crímenes son discernidos sin necesidad de la enseñanza de la ley. Los supuestos crímenes, que escapan al discernimiento de nuestra conciencia, son en verdad actos inocentes. Es indudable que mi propio entendimiento jamás me enseñará que la exportación de lana es un delito. Pero no creo que en verdad lo sea por el hecho de que una ley lo establezca. Es un triste y despreciable justificativo de inicuos castigos, el anunciado previamente a los hombres que deberán ser sus víctimas. Se trata de un remedio peor que la enfermedad. Aniquiladme, si queréis; pero no tratéis de destruir en mi espíritu el discernimiento entre lo justo y lo injusto, mediante la llamada educación nacional. La idea de tal educación y aún la necesidad de una ley escrita, jamás hubieran tomado cuerpo si el gobierno y la jurisprudencia no hubieran realizado la arbitraria conversión de lo inocente en culpable.
Los argumentos en favor de esa idea fueron ya anticipados. "Las personas designadas para ejercer altas funciones públicas y para velar, por lo tanto, por el bienestar general, no pueden ser indiferentes al cultivo de la mente infantil, permitiendo que el azar decida acerca de su buena o mala formación. No es posible lograr que el amor al bien público y el patriotismo sean las virtudes dominantes de un pueblo, si no se hace de su enseñanza en la primera juventud una cuestión de interés nacional. Si se permite que la educación de la juventud sea confiada únicamente al cuidado de los padres o de la benevolencia accidental de otras personas, ¿no resultará necesariamente que algunos jóvenes serán educados en la virtud, otros en el vicio y otros serán desprovistos de toda educación?" A estas consideraciones se ha agregado "que la máxima que ha prevalecido en la mayoría de los países civilizados, según la cual la ignorancia de la ley no justifica la violación de la misma, es en alto grado inicua; que el gobierno puede en justicia castigarnos por delitos determinados si previamente no nos ha prevenido respecto de los mismos, cosa que no puede cumplirse, a menos que exista algo semejante a una educación pública".
La bondad o la inconveniencia de esta teoría será determinada por la consideración acerca de la tendencia benéfica o maligna que ella implique. Si la intervención de los magistrados en un sistema de educación general fuera favorable al bien público, sería ciertamente injustificable que tal función no se cumpliera. Si, por el contrario, esa intervención resultara perjudicial, sería injustificable y erróneo preconizarla.
Los defectos de un sistema de educación nacional derivan en primer lugar del hecho que toda institución oficial implica necesariamente la idea de permanencia y conservación. Ese sistema procura expresar y difundir todo cuanto es ya conocido, de utilidad social, pero olvida que queda aún mucho más por conocer. Suponiendo que en el momento de implantarse ofrezca los beneficios más substanciales del conocimiento, llegará a ser gradualmente inútil a medida que su duración se prolongue. Pero el concepto de inutilidad no expresa exactamente sus defectos. Más aún, restringe el vuelo del espíritu y lo sujeta a la fe en errores probados. Se ha observado con frecuencia que la enseñanza impartida en universidades y otros establecimientos públicos se hallaba atrasada en un siglo con respecto a los conocimientos que poseían los miembros de la misma sociedad, libres de trabas y prejuicios. Desde el momento en que un sistema adquiere forma institucional, ofrece de inmediato esta característica inconfundible: el horror al cambio. A veces una violenta conmoción puede obligar a los voceros oficiales de un caduco sistema filosófico, a decidirse por otro menos anticuado; en cuyo caso se sentirán tan pertinazmente apegados a la segunda doctrina, como lo habían estado respecto a la primera. El verdadero progreso intelectual requiere que las mentes trabajen con suficiente agilidad para captar los conocimientos alcanzados por los hombres más ilustrados, de la época, tomándolos como punto de partida para nuevas adquisiciones y nuevos descubrimientos. Pero la educación pública ha gastado siempre sus energías en el mantenimiento del prejuicio. En vez de dotar a sus alumnos de la capacidad necesaria para someter cualquier proposición a la prueba del examen, les enseña el arte de defender los dogmas establecidos. Estudiamos a Aristóteles, a Tomás de Aquino, a Belarmino o a Coke, no con el ánimo de descubrir sus posibles errores, sino con la disposición de que nuestro espíritu se identifique con todos los absurdos en que aquéllos han incurrido. Este rasgo es común a todos los establecimientos públicos y aún en esa insignificante institución de las Escuelas dominicales, donde se enseña principalmente a venerar a la iglesia anglicana y a inclinarse humildemente ante todo individuo elegantemente vestido. Todo lo cual es en absoluto contrario al verdadero interés del espíritu y debe olvidarse antes de adquirir el verdadero conocimiento.
La capacidad de perfeccionamiento es una característica propia del espíritu humano. El hombre renuncia a su más elevado atributo cuando se adhiere a principios que su conciencia rechaza, aunque anteriormente los hubiera hallado justos. Cesa de vivir intelectualmente desde que se cierra a sí mismo el camino de la investigación. Ya no es un hombre, sino el espectro de alguien que fue. Nada más insensato que establecer separación entre un credo y las razones objetivas de las que depende su validez. Si yo pierdo la capacidad de comprobar la evidencia de esas razones, mi convicción no será otra cosa que un prejuicio. Influirá sobre mis actos a modo de prejuicio, pero no podrá animarlos como una real captación de la verdad. La diferencia que hay entre el hombre guiado de este modo y el que conserva íntegramente la libertad de su espíritu, es la diferencia que media entre la cobardía y el valor. El hombre que es, en el mejor sentido, un ser intelectual, se complace en revisar constantemente las razones que lo han llevado a determinada convicción, en repetir esas razones a sus semejantes, susceptibles de ser igualmente convencidos, lo que al mismo tiempo confiere a aquéllas mayores consistencia en su propio espíritu; estará además siempre bien dispuesto a recibir objeciones, pues no siente la vanidad de consolidar un prejuicio. El que sea incapaz de realizar tal saludable ejercicio no podrá cumplir ninguna función meritoria. Resulta por lo tanto que ningún principio puede ser más funesto en el orden de la educación, que el que nos enseña a considerar como definitivo y no sujeto a revisión un juicio determinado. Esto es aplicable tanto a los individuos como a las comunidades. No existe proposición suficientemente válida para justificar la creación de instituciones destinadas a inculcarla de un modo definitivo en los espíritus. Todo puede ser objeto de lecturas, de examen, de meditación. Pero evitemos la enseñanza de credos o de catecismos, sean ellos políticos o morales.
En segundo lugar, la idea de una educación nacional se funda en la incomprensión del espíritu humano. Todo lo que un hombre hace por sí mismo, estará bien hecho. Todo lo que sus vecinos o el Estado procuran hacer por él, estará mal hecho. La sabiduría nos aconseja incitar a los hombres a obrar por sí mismos, no a mantenerlos en un estado de eterno tutelaje. El que estudie porque quiere estudiar, captará los conocimientos que recibe, comprendiendo plenamente su sentido. El que enseña por vocación, lo hará con energía y entusiasmo. Pero desde el momento en que una institución pública se encarga de asignar a cada cual la función que debe desempeñar, todas las tareas serán cumplidas con frialdad e indiferencia. Las universidades y otros establecimientos oficiales de enseñanza, se han destacado desde hace tiempo por su formal estupidez. La autoridad civil me confiere el derecho de emplear mi propiedad de acuerdo con determinados propósitos; pero es vana presunción creer que puedo trasmitir mis opiniones del mismo modo que puedo transferir mi fortuna. Suprimid todos los obstáculos que impiden a los hombres conocer la verdad y les traban en la persecución de su propio bien; pero no tratéis de eximirles absurdamente del esfuerzo necesario para tal efecto. Lo que yo adquiero porque es mi voluntad obtenerlo, lo estimo en su justo valor. Pero lo que me es gratuitamente concedido, podrá hacerme indolente, pero no puede hacerme respetable. Es en sumo grado insensato pretender procurar a alguien los medios de ser feliz, independientemente de su propio esfuerzo. La concepción de un sistema de educación nacional se basa en la idea tantas veces refutada en el curso de esta obra -pero que se nos presenta nuevamente en mil formas distintas- de que es imposible ilustrar a los hombres si no es por medio de verdades oficializadas.
En tercer lugar, el principio de educación nacional debe ser rechazado en razón de su evidente alianza con el principio de gobierno. Se trata de una alianza de naturaleza más formidable que la antigua y muchas veces repudiada unión entre la Iglesia y el Estado. Antes de poner una máquina tan poderosa en manos de un agente tan equívoco, debemos reflexionar bien en las consecuencias de tal acción. El gobierno no dejará de emplear la máquina de la educación para fortalecer su propio poder y para perpetuar sus instituciones. Aun suponiendo que los funcionarios del gobierno tengan la mejor intención de realizar algo que a su juicio sea meritorio, el mal no será por eso menor. Sus opiniones, en tanto que institutores de un sistema de educación, serán indudablemente análogas a las que sostienen como políticos. Los mismos conceptos que determinan su conducta como estadistas, inspirarán sus métodos de enseñanza. Es falso que la juventud deba ser enseñada a venerar una constitución, por excelente que ésta sea. Debe enseñársele a venerar la verdad, y sólo en la medida en que la constitución participe de la verdad, de acuerdo con un juicio independiente, será merecedora de veneración. Si el sistema de educación nacional hubiera sido aplicado cuando el despotismo se hallaba en su apogeo, es probable que no hubiera logrado sofocar enteramente la voz de la verdad, pero es seguro que hubiera obstaculizado de un modo considerable su desarrollo. Aun en aquellos países donde prevalece la libertad, es razonable suponer que son admitidos muchos errores y una educación nacional tiende esencialmente a perpetuar esos errores, ajustando todos los espíritus de acuerdo con un molde único.
No creemos que la observación de que el gobierno no puede castigar en justicia a los delincuentes, a menos que previamente les haya enseñado a conocer la virtud y a distinguirla del pecado, deba merecer una respuesta especial. Es de desear que la humanidad no tenga que aprender una lección tan importante por un medio tan corrompido. El gobierno puede presumir razonablemente que los hombres que viven en sociedad saben distinguir qué actos son criminales y contrarios al bien público, sin que sea menester declararlo por ley y anunciarlo por medio de heraldos o por los sermones de los clérigos. Se ha dicho que la simple razón es suficiente para enseñarme que no debo herir a mi vecino, pero nunca me prohibirá enviar un fardo de lana fuera de Inglaterra o imprimir la constitución francesa en España. Esta reflexión nos lleva a la esencia del problema. Los verdaderos crímenes son discernidos sin necesidad de la enseñanza de la ley. Los supuestos crímenes, que escapan al discernimiento de nuestra conciencia, son en verdad actos inocentes. Es indudable que mi propio entendimiento jamás me enseñará que la exportación de lana es un delito. Pero no creo que en verdad lo sea por el hecho de que una ley lo establezca. Es un triste y despreciable justificativo de inicuos castigos, el anunciado previamente a los hombres que deberán ser sus víctimas. Se trata de un remedio peor que la enfermedad. Aniquiladme, si queréis; pero no tratéis de destruir en mi espíritu el discernimiento entre lo justo y lo injusto, mediante la llamada educación nacional. La idea de tal educación y aún la necesidad de una ley escrita, jamás hubieran tomado cuerpo si el gobierno y la jurisprudencia no hubieran realizado la arbitraria conversión de lo inocente en culpable.
Fuente:
Capitulo tomado del Libro Investigación acerca de la justicia política (1793) de Willian Godwin (Libro VII capítulo VIII) El Nombre original del capitulo es De la educación nacional
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