EL ESTADO: PERSPECTIVA
GENERAL
¿El Estado es la encarnación del interés general?¿Qué es el Estado? Los metafísicos y los juristas cultos nos dicen que es una cuestión pública: representa el bienestar colectivo y los derechos de todos, opuestos a la acción desintegradora de los intereses egoístas y las pasiones del individuo. Es la realización de la justicia, la moralidad y la virtud sobre esta tierra. En consecuencia, no hay deber más grande o más sublime por parte del individuo que ofrecerse, sacrificarse y morir, si es necesario, por el triunfo y el poderío del Estado.
Aquí tenemos en pocas
palabras la teología del Estado. Veamos entonces si esta teología
política no oculta bajo su aspecto atractivo y poético realidades
más vulgares y sórdidas.
Análisis
de la idea del Estado.
Analicemos primero la idea del Estado tal como aparece en sus
apologistas. Representa el sacrificio de la libertad natural y los
intereses de cada uno —de los individuos y de las colectividades
relativamente pequeñas, asociaciones, comunas y provincias— ante
los intereses y la libertad de todos, ante la prosperidad del gran
conjunto.
Pero esta totalidad, este
gran conjunto, ¿qué es en realidad? Es una aglomeración de todos
los individuos y de todas las colectividades humanas menores
comprendidos en él. Y si este conjunto, para su propia constitución,
exige el sacrificio de los intereses individuales y locales, ¿cómo
puede entonces representarlos realmente en su totalidad?
Una
universalidad exclusiva, pero no inclusiva. No
se trata, por tanto, de un conjunto viviente que proporcione a cada
uno la oportunidad de respirar libremente y que llegue a ser más
rico, libre y poderoso cuanto más amplio resulte el desarrollo de la
libertad y la prosperidad de todos en su seno. No es una sociedad
humana natural que apoye y refuerce la vida de cada uno mediante la
vida de todos. Al contrario, es la inmolación de todo individuo y de
las asociaciones locales; es una abstracción destructiva para una
sociedad viviente; es la limitación, o más bien la negación
completa de la vida y los derechos de todas las partes que integran
el conjunto con arreglo al supuesto interés de todos. Es el Estado
el altar de la religión política donde se inmola siempre la
sociedad natural: una universalidad devoradora que subsiste a partir
de sacrificios humanos, como la Iglesia. El Estado, lo repito otra
vez, es el hermano menor de la Iglesia.
La
premisa de la teoría del Estado es la negación de la libertad
humana. Pero
si los metafísicos afirman que los hombres —en especial quienes
creen en la inmortalidad del alma— están fuera de la sociedad de
seres libres, llegamos inevitablemente a la conclusión de que los
hombres sólo puede unificarse en una sociedad al precio de su propia
libertad, de su independencia natural; sacrificando sus intereses
personales primero, y sus intereses locales después. Por
consiguiente, la auto-renuncia y el auto-sacrificio son tanto más
imperativos cuanto más numerosa es la sociedad y más compleja su
organización.
En
este sentido, el Estado es la expresión de todos los sacrificios
individuales. Dado
este origen abstracto y al mismo tiempo violento, debe continuar
limitando la libertad en una medida creciente, y haciéndolo en
nombre de esa falsedad llamada «el bien del pueblo», que en
realidad representa exclusivamente los intereses de la clase
dominante. De este modo, el Estado aparece como la negación y
aniquilación inevitable de toda libertad, y de todos los intereses
individuales y colectivos.
La
abstracción del Estado esconde el factor concreto de la explotación
de clases. Es
evidente que todos los llamados intereses generales de la sociedad
supuestamente representada por el Estado, que en realidad son sólo
la negación general y permanente de los intereses positivos de las
regiones, comunas, asociaciones, y de gran número de individuos
subordinados al Estado, constituyen una abstracción, una ficción y
una falsedad, y que el Estado es cómo un gran matadero y un enorme
cementerio, donde a la sombra y con el pretexto de esta abstracción
todas las aspiraciones mejores y las fuerzas vivas de un país son
mojigatamente inmoladas y enterradas. Y puesto que las abstracciones
no existen en sí ni por sí, puesto que carecen de pies para andar,
manos para crear o estómagos para digerir la masa de víctimas
entregada a su consumo, está claro que, lo mismo que la abstracción
religiosa o celestial de Dios representa en realidad los intereses
muy positivos y reales del clero, el complemento terrenal de Dios —la
abstracción política del Estado— representa los intereses no
menos positivos y reales de la burguesía, que actualmente es la
principal, si no la única clase explotadora...
La
Iglesia y el Estado. Para
demostrar la identidad del Estado y la Iglesia, pediré al lector que
observe que los dos se basan esencialmente sobre la idea del
sacrificio de la vida y los derechos naturales, y ambos parten del
mismo principio: la maldad natural de los hombres que, según la
Iglesia, sólo puede ser vencida por la Gracia Divina y mediante la
muerte del hombre natural en Dios, y según el Estado, sólo a través
de la ley y la inmolación del individuo sobre el altar del Estado.
Ambas instituciones intentan transformar al hombre: una en un santo,
y la otra en un ciudadano. Pero el hombre natural ha de morir, porque
su condena la decretan unánimemente la religión de la Iglesia y la
religión del Estado.
Tal es, en su pureza
ideal, la teoría idéntica de la Iglesia y del Estado. Es una pura
abstracción; pero toda abstracción histórica presupone hechos
históricos. Y estos hechos poseen un carácter enteramente real y
brutal: violencia, expolio, conquista, esclavización. La naturaleza
del hombre le lleva a no contentarse con la simple realización de
ciertos actos; siente también la necesidad de justificarlos y
legitimarlos ante los ojos de todo el mundo. Así, la religión vino
en el momento oportuno a dar su bendición a los hechos consumados, y
debido a esta bendición los hechos inicuos y brutales se
transformaron en «derechos».
Abstracción
del Estado en la vida real.
Veamos ahora qué papel jugó y sigue jugando en la vida real, en la
vida humana, esta abstracción del Estado, paralela a la abstracción
histórica llamada Iglesia. El Estado, como he dicho antes, es
efectivamente un gran cementerio donde se sacrifican todas las
manifestaciones de la vida individual y local, donde mueren y son
enterrados los intereses de las partes integrantes del todo. Es el
altar donde la libertad real y el bienestar de los pueblos se
sacrifican a la grandeza política; y cuanto más completo es este
sacrificio, más perfecto es el Estado. De ello deduzco que el
imperio ruso es un Estado par excellence, un Estado sin retórica ni
sutilezas verbales, el más perfecto de Europa. Por el contrario,
todos los Estados donde se permite respirar algo al pueblo son desde
el punto de vista ideal Estados incompletos, lo mismo que son
deficientes las demás Iglesias en comparación con la Católica
Romana.
El
cuerpo sacerdotal del Estado. El
Estado es una abstracción que devora la vida del pueblo. Pero a fin
de que pueda nacer esa abstracción, de que pueda desarrollarse y
continuar existiendo en la vida real, es necesario que exista un
cuerpo colectivo real interesado en el mantenimiento de su
existencia. Esa función no pueden realizarla las masas del pueblo,
pues ellas son precisamente las víctimas del Estado. Debe realizarla
un cuerpo privilegiado, el cuerpo sacerdotal del Estado, la clase
gobernante y poseedora cuya posición en el Estado es idéntica a la
posición de la clase sacerdotal en la Iglesia.
El
Estado no podría existir sin un cuerpo privilegiado. En
efecto, ¿qué vemos a lo largo de la historia? El Estado ha sido
siempre el patrimonio de alguna clase privilegiada: la clase
sacerdotal, la nobleza, la burguesía; y al final, cuando todas las
demás clases se han agotado, entra en escena la clase burocrática y
entonces el Estado cae —o se eleva, si lo preferís así— al
estatuto de una máquina. Pero para la salvación del Estado es
absolutamente necesario que exista alguna clase privilegiada, con
interés en mantener su existencia.
Las
teorías liberales y absolutistas del Estado. El
Estado no es un producto directo de la Naturaleza; no precede —como
la sociedad— al despertar del pensamiento en el hombre. Según los
escritores políticos liberales, el primer Estado lo creó la
voluntad libre y consciente del hombre; según los absolutistas, el
Estado es una creación divina. En ambos casos domina a la sociedad y
tiende a absorberla por completo.
En el segundo caso [el de
la teoría absolutista], esta absorción es evidente por sí misma:
una institución divina debe devorar necesariamente a todas las
organizaciones naturales. Lo más curioso en este caso es que la
escuela individualista, con su teoría del contrato libre, conduce al
mismo resultado. De hecho, esta escuela empieza negando la existencia
misma de una sociedad natural anterior al contrato, pues tal sociedad
supondría la existencia de relaciones naturales entre los individuos
y, por lo tanto, de una limitación reciproca de sus libertades,
contraria a la libertad absoluta supuestamente disfrutada —según
esta teoría— antes de concluir el contrato, y que en definitiva no
sería más que ese mismo contrato, existiendo como un hecho natural
y previo al contrato libre. Con arreglo a esta teoría, la sociedad
humana sólo comenzó con la consumación del contrato; pero
entonces, ¿qué es esta sociedad? Es la realización pura y lógica
del contrato, con todas sus tendencias implícitas y sus
consecuencias legislativas y prácticas: es el Estado.
El
Estado es la suma de negaciones de la libertad individual. Veamos
el asunto más de cerca. ¿Qué representa el Estado? La suma de
negaciones de las libertades individuales de todos sus miembros; o la
suma de sacrificios hechos por todos sus miembros renunciando a una
parte de su libertad en favor del bien común. Hemos visto que, según
la teoría individualista, la libertad de cada uno es el límite o,
si se prefiere, la negación natural de la libertad de todos los
demás. Y es esta limitación absoluta, esta negación de la libertad
de cada uno en nombre de la libertad de todos o del bien común, lo
que constituye el Estado. Por ello, donde comienza el Estado cesa la
libertad individual, y viceversa.
La
libertad es indivisible. Se
alegará que el Estado, representante del bien público o del interés
común a todos, suprime una parte de la libertad de cada uno para
asegurar la parte restante de esta misma libertad. Pero este
remanente será como mucho seguridad, en modo alguno libertad. Porque
la libertad es indivisible; no es posible suprimir en ella una parte
sin destruirla en su conjunto. Esta pequeña parte de libertad que
está siendo limitada es la esencia misma de mi libertad, es todo.
Por un movimiento natural, necesario e irresistible, toda mi libertad
se concentra precisamente en esa parte que está siendo reprimida,
aunque sea pequeña.
El
sufragio universal no es garantía de libertad. Pero
se nos dice que el Estado democrático, basado sobre el sufragio
universal y libre de todos los ciudadanos, no puede sin duda ser la
negación de su libertad. ¿Y por qué no? Esto depende por completo
de la misión y el poder delegado por los ciudadanos en el Estado. Y
un Estado republicano, basado sobre el sufragio universal, puede ser
extraordinariamente despótico, incluso más despótico que un Estado
monárquico, cuando bajo el pretexto de representar la voluntad de
todos hace caer sobre la voluntad y el movimiento libre de cada
miembro el peso abrumador de su poder colectivo.
¿Quién
es el árbitro supremo del bien y el mal? Pero
el Estado, se nos contestará, restringe la libertad de sus miembros
sólo en la medida en que esta libertad está inclinada a la
injusticia y a la perversidad. El Estado impide que sus miembros
maten, roben y se ofendan entre sí; y en general evita que hagan el
mal, dándoles a cambio una plena y completa libertad para hacer el
bien. ¿Pero qué es el bien y qué es el mal?
Texto extraído y libro
completo
en:
0 comentarios: