Importancia de negarse al Servicio Militar
León Tolstoi
Existe un proverbio ruso que dice: Puedes desobedecer a tu padre y a tu madre, pero obedecerás a la piel del asno, es decir, al tambor. Y este proverbio se aplica hasta en el propio sentido, a los hombres de nuestro tiempo que no han aceptado la doctrina de Cristo, o que la aceptan deformada por la Iglesia, en cuya esencia deben renegar a todo sentimiento humano y no obedecer más que al tambor. Y una sola cosa puede libertar del tambor: la profesión de la verdadera doctrina de Cristo.
A los pueblos europeos les ha parecido bien trabajar para establecer nuevas formas de vida, elaboradas desde hace largo tiempo en las conciencias, y siempre es el antiguo despotismo grosero quien guía la vida, y las nuevas concepciones de la vida no solamente no se han realizado, sino que hasta las antiguas, aquellas que la conciencia humana ha denunciado desde hace tanto tiempo, por ejemplo, la esclavitud, la explotación de los unos por los otros en provecho del lujo y de la ociosidad; los suplicios y las guerras se afirman cada día de una manera cruel. La causa, es que no existe una definición del bien y del mal aceptada por todos los hombres, de manera que, cualquiera que sea la forma de la vida puesta en práctica, ha de ser sostenida por la violencia.
Al hombre le pareciera hermoso inventar la forma superior de la vida social, garantizando, a su parecer, la libertad y la igualdad, no podría librarse la violencia, puesto que él mismo es un violador.
He aquí por qué causa, y por grande que sea el despotismo de los gobernantes, por terribles que sean los males a que este despotismo somete a los hombres, el hombre ligado a la vida social tendrá que verse sometido siempre a él. Este hombre, o aplicará su inteligencia a justificar la violencia existente y a encontrar lo que es malo, o se consolará pensando en que muy pronto ha de hallar el medio de derribar al gobierno y de establecer otro, tan bueno, que transformará todo lo que ahora es malo. Y, en espera de que se realice este cambio, rápido o lento, de las formas existentes, cambio con el cual espera la salvación, obedecerá con servilismo a los gobiernos que existen, sean las que sean, y cualquiera que sean sus exigencias, cierto es que no aprueba el poder que, en un momento dado, emplea la violencia, pero no solamente no niega la violencia, ni los medios de emplearle, sino, que les juzga necesarios. Y, por esta causa siempre obedecerá a la violencia gubernamental existente. El hombre social es un violador, e inevitablemente ha de ser también un esclavo.
La sumisión con la cual, y sobre todo los europeos que tan orgullosos se muestran de la libertad, han aceptado una de las medidas más despóticas, más afrentosas que jamás han podido inventar los tiranos como lo es el servicio militar obligatorio, lo prueba más que nada. El servicio militar obligatorio, aceptado sin contradicción por todos los pueblos, sin revolucionarse, hasta con júbilo liberal, es una prueba resplandeciente de la imposibilidad para el hombre social para librarse de la violencia y para modificar el estado de cosas existentes.
¿Qué situación puede ser la más insensata, más sensible a la que se encuentran ahora los pueblos europeos que gastan la mayor parte de sus recursos en preparar las cosas necesarias para destruir a sus vecinos, a hombres con quienes nada les separa y con los cuales viven en la más estrecha comunión espiritual? ¿Qué puede haber de más terrible para ellos, que tener siempre pendiente el que un loco que se llama emperador diga algo que pueda serle desagradable a otro loco semejante? ¡Qué de más terrible que todos esos medios de destrucción inventados cada día: cañones, bombas, granadas, metralla, pólvora sin humo, torpederos y otros ingenios de muerte! Y sin embargo todos los hombres, como las bestias empujadas por el látigo hacia el hacha irán con docilidad allí donde se les envíe, perecerán sin sublevarse y matarán a otros hombres hasta sin preguntarse por qué lo hacen, y no sólo no se arrepentirán de ello, sino que se mostrarán orgullosos de esos cíntajos que se les autorizará para llevar por haber matado mucho, y levantarán monumentos al desgraciado loco, al criminal que les ha obligado a cometer actos semejantes.
Los hombres de la Europa liberal se regocijan de que esté prohibido escribir toda clase de tonterías y de pronunciar cuanto les plazca en banquetes, en mitines, en las cámaras, y se creen completamente libres, lo mismo que los bueyes que pacen en el prado del carnicero se creen libres en absoluto. Y sin embargo, tal vez nunca el despotismo del poder ha causado tantas desgracias a los hombres como ahora, ni les ha despreciado tanto como hoy. Nunca el descaro de los violadores y la cobardía de sus víctimas ha alcanzado el grado que contemplamos.
Al presentarse los jóvenes en los cuarteles, les acompañan los padres y las madres, y hasta los mismos que han prometido matar. Es evidente que no hay humillación ni vergüenza que no soporten los hombres de la actualidad. No hay cobardía ni crimen que no cometan, si esto les causa el menor placer y les libra del peligro más insignificante. Nunca la violencia del poder y la depravación de los dominados llegó a tal extremo. Ha habido siempre y hay entre los hombres en posesión de su fuerza moral algo que tienen por sagrado, que no pueden ceder a ningún precio, en nombre de lo cual están prontos a soportar privaciones, sufrimientos, hasta la muerte; algo que no cambiarían por ningún bien material. Y casi cada hombre, por poco desarrollado que esté, lo posee. Decidle a un campesino ruso que escupa a la ostia o blasfeme del altar y morirá antes que hacerlo. Está engañado, cree que las imágenes son sagradas y no tiene por tal lo que verdaderamente lo es (la vida humana) pero tiene por ley a una cosa sagrada que no cedería por nada. Hay un limite a la sumisión, hay en él un hueso que no se dobla. ¿Pero en dónde está este hueso en el civilizado que no se vende como esclavo al gobierno? ¿Cuál es la cosa sagrada que nunca abandonará? No existe; es completamente mudo y se pliega por entero. Si existiera para él alguna cosa sagrada, entonces, juzgando por todo lo que se cuenta en su sociedad con hipócrita patopeya, esa cosa debería ser la humanidad, es decir, el respeto del hombre en sus derechos, en su libertad, en su vida. ¿Y qué? El, el sabio instruido que en las escuelas superiores ha aprendido todo lo que la inteligencia humana ha elaborado antes que él, él que se coloca por encima de la multitud, él que habla de continuo de la libertad, de los derechos, de la intangibilidad de la vida humana, se le coge, se le reviste con un traje grotesco, se le manda levantarse, saludar, humillarse, ante todos los que tienen un grado más en su uniforme, prometer que matará a sus hermanos y a sus padres, y está pronto a todo esto, pregunta únicamente cuándo y cómo se le ordenará. Mañana, una vez libre, volverá de nuevo y con más ahinco a predicar los derechos de la libertad, de la intangibilidad de la vida humana, etc., etc.
¡Y ya lo veis! ¡Con tales hombres que prometen matar a sus padres, los liberales, los socialistas, los anarquistas, en general los hombres sociales piensan organizar una sociedad en donde el hombre sea libre! ¡Pero qué sociedad moral y razonable puede edificarse con semejantes hombres! Con semejantes hombres, en cualquiera combinación en que se les meta no se puede formar más que un rebaño de animales dirigidos por los gritos y los látigos de los pastores.
Un fardo pesado ha caído sobre los hombros de los hombres y les aplasta, y los hombres aplastados cada vez más, buscan la manera de librarse de él.
Saben que uniendo sus fuerzas podrían levantar el fardo y volcarle, pero no pueden ponerse de acuerdo sobre la manera de hacerlo, y cada cual se inclina cada vez más, dejando que el fardo se apoye sobre los hombros de los otros. Y el fardo les aplasta cada vez más, y todos hubiesen ya perecido, si no hubiese quién les guiara en algunos actos, no por las consideraciones de las consecuencias exteriores de los actos, y sí por el acuerdo de los ritos con la conciencia.
Esos hombres son los cristianos; en vez del fin exterior cuyo logro exige el consentimiento de todos, se consagran a un fin interior accesible sin que ningún consentimiento sea necesario. En esto está la esencia del cristianismo. Por esto, la salvación del servilismo en que se encuentran los hombres, imposible para los hombres de ideas socialistas, se ha realizado por el cristianismo; la concepción real de la vida debe ser reemplazada por la concepción cristiana de la vida.
El fin general de la vida no puede ser enteramente conocido -dice a cada uno la doctrina cristiana- se presenta ante ti únicamente como la aproximación cada vez más grande, de todos, hacia un bien infinito; la realización del reino de Dios, mientras que tú conozcas indubitablemente el objeto de la vida personal que consiste en realizar en ti la perfección más grande, el amor necesario para la realización del reino de Dios. Y este fin, tú le conocerás siempre, y es siempre ascequible.
Tú puedes ignorar los mejores fines particulares exteriores; se pueden colocar obstáculos entre ellos y tú; pero nadie y nada pueden detener la aproximación hacia el perfeccionamiento interior el aumento de amor en ti y en los otros. Y que el hombre reemplace el objeto exterior, social, embustero por el solo fin verdadero, indiscutible, accesible, interior de la vida, en seguida caerán todas las cadenas que parecen imposibles de romper, y se sentirá completamente libre.
El cristiano rechaza la ley del Estado porque no tiene necesidad de ella ni para él ni para los demás, puesto que juzga la vida humana más garantizada por la ley del amor que profesa, que por la ley sostenida por la violencia.
Para el cristiano que conoce las necesidades de la ley del amor, las necesidades de la ley de la violencia, no solamente no pueden serle obligatorias, sino que se presentan ante él como errores que deben ser denunciados y destruidos.
La esencia del cristianismo es el cumplimiento de la voluntad de Dios que no puede ser posible más que con la voluntad exterior absoluta. La libertad es la condición necesaria de la vida cristiana. La profesión del cristianismo libra al hombre de todo poder exterior, y al mismo tiempo le da la posibilidad de esperar el mejoramiento de la vida que busca en vano por el cambio de las formas exteriores de la vida.
Les parece a los hombres que su situación se ha mejorado gracias a los cambios de las formas exteriores de la vida, y, sin embargo esos cambios no han sido siempre la consecuencia de una modificación de la conciencia.
Todos los cambios exteriores de las formas que no son consecuencia de una modificación de la conciencia, no solamente no mejoran la condición de los hombres, sino que con frecuencia la agravan. No son los decretos del gobierno los que han abolido las matanzas de niños, las torturas, la esclavitud, es la evolución de la conciencia humana quien ha provocado la necesidad de estos decretos; y la vida no se mejora más que en la medida en que sigue el movimiento de la conciencia, es decir, en la medida en que la ley del amor ha reemplazado en la conciencia del hombre la ley de la violencia.
Si las modificaciones de la conciencia ejercen influjo sobre las de las formas exteriores de la vida, les parece a los hombres que la recíproca debía ser verdadera, y como es más agradable y más fácil (los resultados de la actividad son evidentes) dirigir la actividad sobre los cambios exteriores, prefieren siempre emplear sus fuerzas no en modificar su conciencia y sí en cambiar las formas de vida, y por esta causa, en la mayoría de los casos se ocupan no de la esencia del asunto sino de su forma. La actividad exterior inútil, cambiadiza, que consiste en establecer y aplicar formas exteriores de vida, oculta a los hombres la actividad interior, esencial del cambio de su conciencia, que es la única que puede mejorar su vida. Y este error es el que retarda cada vez más el mejoramiento general de la vida de los hombres.
Una vida mejor no puede lograrse más que con el progreso de la conciencia humana, y por esto, todo hombre que desee mejorar la vida, debe dedicarse a mejorar su conciencia y la de los demás. Pero esto es precisamente lo que los hombres no quieren hacer, al contrario, emplean todas sus fuerzas en el cambio de las formas de vida esperando que reportarán una modificación de la conciencia.
El cristianismo, y únicamente el cristianismo, libra a los hombres de la esclavitud en que en la actualidad se hallan, y sólo el cristianismo les da la posibilidad de mejorar realmente su vida personal y la vida general. Esto debía ser claro para todos; pero los hombres no lo pueden aceptar, en tanto que la vida, según las concepciones sociológicas, no sea completamente conocida, en tanto en el terreno de las costumbres, de las crueldades, de los sufrimientos de la vida social y gubernamental no sea estudiado en todos sentidos.
Con frecuencia se cita como la prueba más convincente de la insuficiencia de la doctrina de Cristo, que esta doctrina conocida desde hace diecinueve siglos no ha sido aceptada y admitida más que de un modo exterior. ¿Si es la doctrina conocida desde hace tanto tiempo, no es aun la guía de la vida de los hombres, si tantos mártires del cristianismo han sufrido en vano sin cambiar el orden de lo existente, no es una prueba evidente de que no sea la verdadera y no sea realizable?, dicen los hombres.
Hablar y pensar así es lo mismo que decir y pensar de un grano que no da inmediatamente flores y frutos, y se disloca en la tierra que es mala y estéril.
El hecho de que la doctrina de Cristo no fuese aceptada en toda su importancia desde el momento en que apareció, y no fuese admitida más que en una forma exterior, alterada, era inevitable y necesario.
Una doctrina que destruyó toda la antigua contemplación del mundo y estableció una nueva, no podía ser aceptada de golpe en toda su importancia, no podía serlo más que en un aspecto exterior y deforme. Y, al mismo tiempo, su aceptación bajo esta forma, para que los hombres incapaces de comprender la doctrina y la vía moral fuesen guiados por la misma vía a aceptarla en toda su verdad.
¿Podemos nosotros imaginarnos a los romanos y a los bárbaros aceptando la doctrina de Cristo en el sentido en que ahora la comprendemos? ¿Es que los romanos y los bárbaros podrían creer que la violencia no llevaba al aumento de la violencia, que las torturas, los suplicios, las guerras no explican y no resuelven nada, pero que embrollan y complican todo?
La enorme mayoría de los hombres de aquel tiempo no era apta para comprender la doctrina de Cristo por la vía moral. Era necesario guiarles por la vía misma, por los medios que mostraban en la práctica, que cada separación de la doctrina entrañaban un mal.
La verdad cristiana que, en otra época, más por el elevado espíritu del sentimiento profético, se convertía en verdad accesible hasta para el hombre de espíritu más sencillo, y en nuestros días, esta verdad se impone a cada cual.
La evolución de la conciencia no se hace por saltos, no es discontinua y nunca se puede encontrar el límite que separa dos periodos de la vida de la humanidad; y sin embargo, existe, como existe entre la infancia y la adolescencia, entre el invierno y la primavera, etc. Si no hay un rasgo limítrofe, hay un periodo transitorio, y es el que ahora atraviesa la humanidad europea. Todo está preparado para el paso de un período al otro, no falta más que el empuje que realice este cambio. Y este empuje puede darse a cada momento. La conciencia social niega desde hace tiempo las formas antiguas de la vida, está pronta a adoptar las nuevas. Todos lo saben y lo sienten igualmente. Pero la inercia del pasado, el temor en el porvenir hacen que con frecuencia lo que está preparado desde hace mucho tiempo en la conciencia de todos no pase aún a ser una realidad, a veces basta una palabra para que la conciencia se imponga, y esta fuerza importante en la vida común de la humanidad -opinión pública- transforma inmediatamente, sin lucha y sin violencia, todo el orden existente.
La situación de la humanidad europea con el funcionarismo, los impuestos, el clero, las prisiones, las guillotinas, las fortalezas, los cañones, la dinamita, parece, en efecto, horrible, pero solamente lo parece. Todo eso, todos los horrores que se cometen y los que se cometerán, no se basan más que en nuestra representación. Todo eso, no sólo no debe existir, sino que debe dejar de existir, con arreglo al estado de la conciencia humana. La fuerza no está en las prisiones, en los hierros, en los cañones, en la pólvora, está en la conciencia de los hombres que aprisionan, cuelgan, manejan los cañones. Y la conciencia de esos hombres está en lucha con la contradicción más manifiesta, la más temible, se ve atraída hacia dos polos opuestos. Cristo ha dicho que ha vencido al mundo, y en efecto le venció.
El mal del mundo, a pesar de todos sus horrores no existe ya, porque ha desaparecido de la conciencia de los hombres. Y no hace falta más que un empuje pequeño para que el mal se destruya, y haga sitio a una forma nueva de la vida.
En los primeros tiempos del cristianismo, cuando el guerrero Teodoro, declaró al poder que él siendo cristiano no podía llevar armas, y fue ejecutado por este hecho, los que le condenaron le miraban con franqueza, considerándolo loco, y no solamente no se ocultó tal acto, sino que se le entregó a la reprobación general.
Pero, ahora que en Austria, en Prusia, en Suecia, en Rusia, en toda Europa, el numero de refractarios crece de una manera considerable, estos casos no parecen ahora a los potentados casos de locura; sino hechos muy peligrosos, y no solamente los gobiernos no les lanzan a la execración general, sino que les ocultan con cuidado, sabiendo que los hombres se librarán de su esclavitud, de su ignorancia, no por las revoluciones, las asociaciones obreras, los congresos de la paz, los libros, y sí por el medio más sencillo, esto es; que cada solicitado para tomar parte en la violencia sobre sus hermanos y sobre sí mismo se pregunte con asombro ¿Por qué he de hacerlo?
No son las instituciones complicadas, las asociaciones, los arbitrajes, etc., las que salvarán a la humanidad, será el simple razonamiento, cuando se haga general. Y puede y debe serlo muy pronto. La situación de los hombres de nuestra época, es semejante a la del hombre dormido atormentado por horrible pesadilla; el hombre se ve en una situación espantosa, espera un mal horrible del que ya participa; comprende que no puede suceder, pero no le es posible detenerse y el mal se aproxima cada vez más, es presa de desesperación, ha llegado hasta el fin y se hace esta pregunta: ¿pero es esto verdad? Y basta que dude de la verdad del mal para que en seguida se despierte y se disipen todas las angustias que sufría.
Está también en este signo de la violencia, de la servidumbre, de la crueldad, de la necesidad de participar con esta terrible contradicción, entre la conciencia cristiana y la vida bárbara, en la cual se encuentran los pueblos europeos. Pero cuando se despierten del sueño en que están sumidos, que se despierten para la contemplación superior de la vida revelada por el cristianismo hace mil novecientos años, que nos llamó de todas partes, y, momentáneamente, desaparecerá todo lo que es tan terrible, y como sucede al despertarse de una pesadilla, el alma, la conciencia del que la sufre, se llenará de gozo, y hasta le será difícil comprender como semejante insensatez podía haber sido un sueño.
Bastará despertarse un instante de ese aturdimiento perpetuo en el cual el gobierno trata de mantenernos, bastará contemplar lo que hacemos bajo el punto de vista de esas exigencias morales que pedimos a los niños, y hasta a los animales, prohibiéndoles que se peguen, para horrorizarlos de toda la evidencia de la contradicción en que vivimos. Se necesita sólo que el hombre se despierte del hipnotismo en que vive, que mire sobriamente lo que el Estado exige de él para que, no sólo se niegue a obedecer, sino que sienta un asombro y una indignación indecibles porque se atrevan a tener con él semejantes exigencias.
Y este despertar puede producirse de un momento a otro.
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