PATRIOTISMO Y GOBIERNO
de León Tolstoi
I
Me he expresado varias
veces ya en el sentido de que el sentimiento de patriotismo, es, en
nuestros tiempos, antinatural, irracional y perjudicial, a la vez que
la causa de una gran parte de los males que sufre la humanidad, y
que, por consiguiente, este sentimiento no debe cultivarse, como
actualmente sucede, sino por el contrario, suprimirse y desarraigarse
por todos los medios al alcance de los hombres racionales. Sin
embargo, por extraño que parezca el negar que los armamentos
universales y las guerras destructivas que arruinan los pueblos son
el fruto exclusivo de este mismo pensamiento, todos mis argumentos
demostrando el atraso, el anacronismo y el perjuicio del patriotismo,
han sido, y todavía son recibidos, o con el silencio, o con un
desentendido intencional, o con la contestación extraña,
invariable, de que solamente el mal patriotismo (gingoismo o
chauvinismo) es condenable, pero que el buen patriotismo es un
sentimiento moral muy elevado, y el condenarlo es, no solamente
irracional, sino perverso.
En cuanto a la naturaleza
de este patriotismo real y bueno, nada se dice; o si algo se dice,
consiste en frases declamatorias, exaltadas en vez de una
explicación; en el último caso, con alguna otra cosa se sustituye
el patriotismo que todos conocemos, y de cuyos resultados todos
sufrimos tan cruelmente.
Se dice generalmente que
el patriotismo real y bueno consiste en desear para nuestro pueblo o
Estado, todos los beneficios positivos que no restrinjan el bienestar
de las otras naciones.
Hablando con un inglés
durante la guerra en el Transvaal, le manifestaba que la verdadera
causa de la guerra no era la avaricia, como generalmente se dice,
sino el patriotismo, como lo prueba la actitud de la sociedad inglesa
entera. El inglés no quedó conforme conmigo, y me dijo que, aún
suponiendo el caso cierto, resultaría de los hechos que inspira
actualmente a los ingleses un mal patriotismo; pero que el buen
patriotismo, tal como lo sentía él, consistía en el bueno
comportamiento de todos los ingleses, sus compatriotas.
—¿Entonces
desea V. que únicamente los ingleses se comporten bien? —pregunté
yo.
—«Deseo
que así lo hagan todos los hombres» —contestó; demostrando
claramente con esta contestación lo que es la característica de los
verdaderos beneficios —sean morales, científicos y hasta
materiales y prácticos- es decir: que se transmitan a todos los
hombres; y por consiguiente, el desear tales beneficios para alguno,
no solamente no es patriotismo, sino que es el reverso de lo
patriótico.
Tampoco no consiste el
patriotismo en mantener las peculiaridades de cada pueblo; aún
cuando ellas hayan sido sustituidas por sus defensores, por la
concepción del patriotismo. Dicen que las singularidades que
caracterizan a cada pueblo son una condición esencial del progreso
humano, y que por consiguiente el patriotismo que trata de
mantenerlas es un sentimiento bueno y útil. Pero, ¿no resulta
evidente que, si bien en tiempos anteriores estas características de
cada pueblo —costumbres, creencias, idiomas,- eran necesarias para
la vida de la humanidad, no es menos cierto que hoy en día
constituyen el obstáculo principal para la marcha de lo que
reconocemos como ideal —la unión fraternal de todos los pueblos? Y
por consiguiente, el sostenimiento y defensa de cualquier
nacionalidad, sea rusa, alemana, francesa o anglo sajona, determina
el sostén y defensa correspondiente no solo de las nacionalidades
húngaras, polaca e irlandesa, sino también de la vascongada,
provenzal y otras; no sirve para la armonía y unión entre los
hombres, sino para apartarlos y dividirlos.
Resulta que el
patriotismo real (excluyendo la forma imaginaria), el patriotismo que
conocemos todos, que tiene tanta influencia sobre la mayoría de la
gente hoy en día, y hace sufrir tanto a la humanidad, no es la
aspiración de beneficios espirituales para nuestro pueblo
únicamente, sino un sentimiento muy definido, de preferencia para
nuestro propio pueblo o Estado sobre todos los otros pueblos o
Estados, y por consiguiente encierra el deseo de poder conseguir para
dicho pueblo o Estado las mayores ventajas y poder posibles; y esto
se consigue solamente a costa de las ventajas y poder de los demás
pueblos o Estados.
Parece entonces claro y
evidente que el patriotismo, como sentimiento, es malo y perjudicial,
y como doctrina es contraproducente. Porque es claro, que si cada
pueblo y cada Estado se considera el mejor de los pueblos y Estados,
todos viven en una ilusión grosera y perniciosa.
Debería esperarse que lo
perjudicial e irracional del patriotismo fuera evidente a todos. Pero
es un hecho sorprendente que hombres cultos e ilustrados no solamente
lo desconozcan, sino que se opongan a toda exposición de lo dañoso
y perjudicial del patriotismo, con el mayor ardor, aún cuando no
tengan base racional para hacerlo, y persistan en glorificarlo como
benéfico y elevado.
¿Qué significa eso?
Una sola explicación de
este hecho sorprendente se me presenta.
Todo el progreso humano,
desde los tiempos más remotos hasta nuestros días, puede
considerarse como un movimiento de la conciencia, tanto en los
individuos como en las colectividades, desde las ideas inferiores
hacia las más elevadas. Todo el camino recorrido por los individuos
como por las colectividades, puede compararse a una serie de
escalones, desde los más bajos, al nivel de la vida animal, hasta
los más altos que ha alcanzado la conciencia humana en un momento
dado de la historia.
Cada hombre, como cada
grupo homogéneo, Nación e Estado, siempre ha subido y sube esta
escalera de las ideas. Unos, en la humanidad, siguen avanzando,
otros, quedan muy atrás, y otros —la mayoría— evolucionan
siempre en una situación media entre los más avanzados y los más
atrasados. Pero todos, en cualquier escalón que se hallen, siguen
avanzando inevitablemente desde las ideas inferiores hacia las
superiores. Y siempre, en cualquier momento, tanto los individuos
como los grupos –los más avanzados, los intermedios y los
atrasados— quedan en tres diferentes relaciones con los tres grados
de ideas, en las cuales evolucionan.
De un lado, para los
individuos y para los grupos distintos, están las ideas del pasado,
convertidas para ellos en absurdos e imposibles, como, por ejemplo,
en nuestro mundo cristiano las ideas del canibalismo, del saqueo
universal, el rapto de las mujeres y otras costumbres de las cuales
no queda más que el recuerdo; y del otro lado, las ideas del
presente, implantadas en la mente de los hombres por la educación,
por el ejemplo y por la actividad de todo su ambiente; ideas bajo
cuya influencia viven en un tiempo dado; verbigracia, en nuestros
días, las ideas de la propiedad, de la organización del Estado, del
comercio, el comercio, la utilización de los animales domésticos,
etc. Existen además las ideas del futuro, de las cuales algunas se
aproximan a su realización y obligan a los individuos a cambiar su
método de vivir, y a luchar contra los métodos viejos; tales ideas
son en nuestro mundo, aquellas de la emancipación de los
trabajadores, de la igualdad de las mujeres, del desuso de la carne,
etc. Pero hay otros que no han empezado a luchar todavía contra las
formas más antiguas de la vida, aunque están reconocidas, y éstas
son, en nuestro tiempo las ideas (que llamamos ideales), de la
abolición de la violencia, del sistema comunal de la propiedad, de
una religión universal y de una fraternidad general de los hombres.
Por consiguiente, todo
hombre y todo grupo homogéneo de hombres, en cualquiera nivel que se
hallen, teniendo detrás de ellos las ideas caducas del pasado, y
delante las ideas del futuro, están siempre en un estado de lucha
entre las ideas moribundas del presente y las ideas del futuro que
brotan a la vida. Generalmente sucede que, cuando una idea que ha
sido útil y aún necesaria en el pasado, llega a ser superflua, cede
el lugar, después de una lucha más o menos prolongada, a otra idea
que hasta entonces había sido un ideal, y que de esta manera llega a
ser una idea del presente.
Pero sucede a veces que
una idea anticuada, ya reemplazada en la conciencia del pueblo por
otra superior, es de tal naturaleza que su sostenimiento es
provechoso para cierta gente que tenga la mayor influencia en la
sociedad. Entonces ocurre que esta idea anticuada –aunque se halla
en contradicción completa con toda la forma de vida superior a su
alrededor, que en todos sentidos ha seguido modificándose—,
continúe todavía ejerciendo influencia sobre los hombres y
modificando sus actos. Esta retención de ideas antiguas siempre ha
sucedido y sucede todavía, en la esfera de la religión. La causa es
que los sacerdotes, cuya posición lucrativa depende de la antigua
idea religiosa, haciendo uso del poder que tienen, mantienen en el
pueblo el culto de ellas.
Igual cosa acontece, y
por iguales razones, en la esfera política respecto a la idea
patriótica, sobre la cual descansa toda dominación. Personas, para
quienes es provechoso hacerlo, mantienen la idea por medios
artificiales, aunque carezca actualmente de todo sentido y utilidad;
y como estas personas disponen de los medios más poderosos para
ejercer influencia sobre las otras, consiguen su objeto.
En eso, a mi parecer, se
encuentra la explicación del contraste extraño ante la idea
anticuada del patriotismo y la tendencia de las ideas contrarias que
ya han entrado en la conciencia del mundo cristiano.
El patriotismo, como
sentimiento de amor exclusivo para nuestro propio pueblo, y como
doctrina del sacrificio de la tranquilidad y de la propiedad, y hasta
de la vida, en defensa de los débiles de nuestra parte, contra la
muerte y el ultraje por parte de sus enemigos, era la idea suprema en
el período en que cada nación consideraba lícito y justo el
someter a la matanza y al ultraje a los habitantes de otras naciones,
en provecho propio. Pero ya, unos dos mil años hace, la humanidad,
personificada por los representantes más altos de su sabiduría,
empezó a reconocer la idea más elevada de la fraternidad entre los
hombres; y esta idea, penetrando en la conciencia humana, cada vez
más, ha alcanzado en nuestro tiempo diferentes formas de
realización.
Gracias al mejoramiento
de los medios de comunicación y a la unidad de la industria, del
comercio, de las artes y de la ciencia, los hombres están tan
ligados entre sí, que el peligro de la conquista, de la masacre o el
ultraje de un pueblo vecino ha desaparecido completamente, y todos
los pueblos (los pueblos, pero no los gobiernos, se entiende), viven
juntos en relaciones pacíficas, mutuamente ventajosas, amistosas,
comerciales, industriales, artísticas y científicas, que no tienen
necesidad de perturbar ni quieren perturbar. Por lo tanto, parece lo
más natural que el sentimiento anticuado del patriotismo, —siendo
supérfluo e incompatible con el conocimiento al que hemos llegado de
la existencia de la fraternidad entre los hombres de nacionalidades
diferentes—, debe disminuir de más en más hasta desaparecer
completamente. Sin embargo, es todo lo contrario lo que sucede; y
este sentimiento pernicioso y anticuado no solo persiste en su
existencia, sino que arde con más y más intensidad.
II
Los pueblos, sin
fundamento razonable y contrariamente a su concepción de lo justo,
tanto como de su verdadero interés, no solamente simpatizan con los
gobiernos en sus atropellos contra las otras naciones, en apoderarse
de los territorios ajenos y en defender por la fuerza lo que habían
ya robado, sino que ellos mismos reclaman de los gobiernos que
comentan estos atropellos y secuestros, y los defiendan, y se sientan
contentos y orgullosos cuando aquellos lo hacen. Las nacionalidades
pequeñas oprimidas que han caído bajo el yugo de los grandes
Estados, -los polacos, los irlandeses, los bohemios, los fins o
armenios,- al reaccionar contra el patriotismo de sus conquistadores,
que es la causa de su opresión, se contagian del mismo sentimiento
como de una infección, -se contagian de este patriotismo que ha
cesado de ser necesario y que actualmente es anticuado, sin
significación y perjudicial,- y se contagian de tal manera, que toda
su actividad se concentra en él, y ellos, los mismos que sufren por
causa del patriotismo de las naciones más fuertes, están prontos a
hacer contra otros pueblos, invocando el nombre del mismo sentimiento
patriótico, los mismos actos de fuerza que sus opresores han
efectuado y efectúan contra ellos.
Esto sucede porque las
clases dominantes (incluyendo en ellas, no solamente a los
gobernantes actuales con sus subordinados, sino a todas las clases
que gozan de una posición excepcionalmente ventajosa: los
capitalistas, los periodistas y la mayor parte de los artistas y
sabios), pueden sostener su posición, —excepcionalmente ventajosa
en comparación con la de las clases trabajadoras— debido
exclusivamente a la organización gubernamental que descansa sobre el
patriotismo. Tienen en sus manos todos los medios más poderosos para
influenciar al pueblo, y siempre mantienen los sentimientos
patrióticos vivos entre ellos mismos y en los otros, precisamente
porque los sentimientos que sostienen el poder del gobierno son los
que siempre merecen más las recompensas del mismo.
Cada empleado prospera en
su carrera tanto más cuanto más pruebas da de patriotismo; el
militar gana sus ascensos en tiempo de guerra, y la guerra es también
producto del patriotismo.
El patriotismo, y su
consecuencia las guerras, rinden una ganancia enorme al negocio de
los periódicos y a muchos otros negocios. Cada escritor, preceptor y
profesor, se halla más seguro en su puesto cuanto más predique el
patriotismo. Todo emperador y rey obtiene tanta más fama cuanto más
cultiva el patriotismo.
Las clases
gubernamentales tienen en sus manos el ejército, el dinero, las
escuelas, las iglesias y la prensa. En las escuelas encienden el
fuego del patriotismo en los niños por medios de historias que
representan a su propio pueblo como el mejor de los pueblos y el que
siempre tiene razón. Entre los adultos, lo encienden por medio de
espectáculos, fiestas, monumentos, y por medio de una prensa
mentirosa, patriótica. Especialmente inflaman el patriotismo,
cometiendo toda clase de injusticias contra otras naciones,
provocándolas hasta enemistarlas con su propio pueblo, y explotan
después esta enemistad para agriar los ánimos de su pueblo contra
el extranjero.
La intensidad de aquel
sentimiento terrible de patriotismo ha seguido entre los pueblos
europeos una marcha cada vez más rápida, y en nuestro tiempo ha
alcanzado los últimos límites a que pueda llegar.
En la memoria de personas
que todavía no son viejas, un acto debe recordarse que demuestra
claramente la intoxicación asombrosa causada por el patriotismo
entre los pueblos cristianos.
Las clases dominantes de
Alemania estimularon tanto el patriotismo de la masa del pueblo, que,
en la segunda mitad del siglo XIX, se proyectó una ley disponiendo
que todos los hombres tendrían que ser soldados; todos los hijos,
los maridos, los hombres sabios y religiosos, tuvieron que aprender a
matar, haciéndose los esclavos sumisos del primer hombre de grado
militar superior que encontraban, y a matar a cualquiera persona al
recibir la orden de hacerlo; a matar a los hijos de nacionalidades
oprimidas y a los obreros, sus compatriotas, que pudieran levantarse
en defensa de sus derechos, y hasta a sus propios padres y hermanos
–como lo proclamó públicamente el más desvergonzado de los
potentados: Guillermo II.
Esta resolución
horrible, que ultrajaba de la manera más grosera los más nobles
sentimientos del hombre, debida a la influencia del patriotismo, fue
sancionada por el pueblo alemán sin protesta, y tuvo por resultado
su victoria sobre los franceses.
Aquella victoria estimuló
más todavía el patriotismo de Alemania, y después el de Francia,
el de Rusia y el de las otras potencias; y todos los hombres de los
países continentales se sometieron sin resistencia al
establecimiento del servicio general militar, es decir, a una
condición de esclavitud que exige un grado de humillación y
degradación incomparablemente peor que toda la esclavitud del mundo
antiguo.
Después de esta sumisión
de las masas a la voz del patriotismo, la audacia, la crueldad y la
insania de los gobiernos, no reconocieron límites. Una rivalidad en
la usurpación de los terrenos de otros pueblos, en Asia, África y
América, empezó –obedeciendo en parte al capricho, en parte a la
vanidad, y en parte a la codicia- y fue acompañada por una
desconfianza y enemistad cada día más grande entre esos gobiernos.
La destrucción de la
gente en los terrenos robados, fue aceptada como la cosa más
natural. La única cuestión fue quién sería el primero en tomar
posesión de los terrenos de otros pueblos y destruir a sus
habitantes.
Todos los gobiernos
desconocieron descaradamente, no solo los principios de la justicia
en la relación de los pueblos conquistados y en la relación de unos
con los otros, sino que fueron culpables y son culpables todavía de
esa clase de fraudes, de estafas, de cohechos, de espionajes, robos y
asesinatos; y los pueblos no solamente simpatizaban y simpatizan
todavía con ellos en todo eso, sino que se alegran cuando es su
gobierno y no ningún otro el que comete tales crímenes.
La mutua enemistad entre
los diferentes pueblos y Estados ha alcanzado últimamente tan
sorprendentes dimensiones, que no obstante el hecho de que no exista
razón alguna para que un Estado ataque a otro, sabemos que todos los
gobiernos están listos con las garras fuera y mostrando sus dientes
esperando solamente que caiga en dificultad alguno o de pruebas de
debilidad para hacerlo pedazos con el menor riesgo posible.
Todos los pueblos del
pretendido Cristianismo, han sido reducidos por el patriotismo a un
estado de tal brutalidad, que no solamente aquellos hombres que están
obligados a matar o dejarse matar desean la matanza y la masacre,
sino que toda la gente de Europa y América, viviendo pacíficamente
en sus casas, no expuestos a peligro alguno, se ponen, cada vez que
sucede una guerra –gracias a los medios que facilitan tanto las
comunicaciones- como espectadores en un circo romano en la
antigüedad, y como ellos, se deleitan en la muerte y levantan el
mismo grito: «Pollice verso».
No solamente adultos,
sino también niños, niños puros y clarividentes gozan, según su
nacionalidad, cuando oyen decir que el número de muertos y
estropeados por la melinita y otros explosivos, no es setecientos,
sino de mil ingleses o boers.
Y lo padres (conozco
algunos casos) ¡incitan a sus hijos a aplaudir semejantes
barbaridades!
Pero eso no es todo. Cada
aumento del ejército de una nación (y cada nación estando en
peligro, trata de aumentar su ejército por razones patrióticas),
obliga a sus vecinos a aumentar el suyo también por el patriotismo,
y eso reclama otro aumento de parte de la primera nación e igual
cosa sucede en los armamentos y las escuadras; si un Estado a
construido diez acorazados, su vecino construye once, y entonces el
primero hace doce y así hasta la infinidad…
«Te voy a pellizcar»;
«te romperé la cabeza»; «te voy a reventar a palos»; «te pegaré
un balazo»; «te daré de puñaladas»… Así como niños,
borrachos o animales regañan y pelean los Estados; eso es
precisamente lo que pasa entre los representantes más altos de los
gobiernos más ilustrados, entre los mismos hombres encargados de
dirigir la educación y la moral de sus súbditos.
Las cosas van de peor en
peor y no hay medio para poner fin a este descenso hacia la
perdición.
La única vía de escape
en que confía la gente muy crédula, ha sido obstruida por los
últimos sucesos. Me refiero a la conferencia de La Haya y a la
guerra entre Inglaterra y el Transvaal que la siguió tan de cerca.
Si las personas que poco
reflexionan o lo hacen superficialmente pudieran contentarse con la
idea de que los tribunales internacionales de arbitraje iban a
impedir las guerras y el aumento continuo de los armamentos, la
conferencia de La Haya y la guerra que la siguió, demostraron de la
manera más clara lo imposible que es hallar una solución de la
dificultad por este medio.
Después de la
conferencia de La Haya, quedó probado que mientras existan gobiernos
con ejércitos, la abolición de los armamentos y las guerras será
imposible. Para que sea posible una inteligencia entre ellos, es
preciso que tengan confianza los unos en los otros, y para que se
fíen las potencias, mutuamente, tienen que deponer las armas como lo
hacen las dos partes durante una tregua.
Mientras que los
gobiernos, desconfiados unos de los otros no solamente se niegan a
licenciar sus ejércitos, sino que los aumentan siempre siguiendo el
ejemplo de sus vecinos y por medio de espías vigilan todo movimiento
de tropas, sabiendo que cada una de las potencias atacará a su
vecino tan pronto como se halle en circunstancias para hacerlo;
ningún acuerdo es posible, y toda conferencia en tal sentido es una
fórmula inútil o un juguete, o un fraude o una impertinencia, o
todas estas cosas a la vez.
Fue sumamente gracioso
que el gobierno ruso, más bien que ningún otro haya resultado el
niño terrible de la conferencia de La Haya. No siendo permitido a
nadie en su casa contestar sus manifiestos y rescriptos tan
evidentemente falsos; el gobierno ruso se siente tan mimado, que
habiendo arruinado a su propio pueblo bajo el peso de los armamentos
sin escrúpulo alguno; habiendo ahorcado a Polonia, saqueando
Turquestán y China, y en el momento en que se ocupaba en sofocar las
libertades de Finlandia, propuso el desarme a los gobiernos
plenamente seguro de que le habían de tomar en cuenta.
Pero por extraña,
inesperada y hasta indecente que fuese semejante propuesta,
precisamente en el momento que había dado las órdenes de aumentar
su ejército, las palabras pronunciadas públicamente al alcance del
oído de todo el mundo fueron tales, que para salvar las apariencias,
los gobiernos de las otras potencias no podían rehusar la consulta
irrisoria y evidentemente hipócrita, y los delegados se reunieron
sabiendo de antemano que nada útil podía resultar, y durante varias
semanas, gozando de muy buenos salarios, aparentaron ocuparse mucho
de arreglar la paz entre las naciones, riéndose al mismo tiempo, sin
duda, con todo disimulo para sus adentros.
La conferencia de La
Haya, con su terminación en el terrible derrame de sangre del
Transvaal, que nadie
trato de contener, fue, sin embargo, de alguna utilidad, aún cuando
no la esperada; fue de utilidad al demostrar de la manera más clara
que los males que sufren los pueblos no pueden ser remediados por los
gobiernos. Estos no podrían, aún cuando tuvieran el deseo de
hacerlo, concluir con los armamentos ni con las guerras.
Los gobiernos, para tener
una razón de su existencia, necesitan defender su pueblo contra los
atropellos de otro; pero no son los pueblos los que quieren atacar ni
atacan nunca a otro, y por lo tanto los gobiernos, lejos de querer la
paz excitan la cólera de otros pueblos contra ellos mismos; y
habiendo así excitado la cólera de los otros y agitado el
patriotismo de su pueblo, cada gobierno asegura a su pueblo que se
halla en peligro y que es necesario defenderle. De modo que los
gobiernos, teniendo el poder en sus manos, pueden al mismo tiempo
irritar a las otras naciones y excitar el patriotismo en su casa y
hacen las dos cosas con empeño; ni pueden obrar de otra manera
porque su existencia depende de obrar así.
Si en tiempos anteriores
fueron necesarios los gobiernos para defender sus pueblos contra los
atropellos de otros pueblos, ahora, por el contrario, son los
gobiernos los que perturban, artificialmente, la paz que existe entre
los pueblos y provocan la enemistad entre ellos.
Cuando es necesario arar
para sembrar, el trabajo de arar es oportuno; pero es evidente que es
absurdo y dañoso seguir arando después de haber sembrado la
semilla. Eso es precisamente lo que los gobiernos obligan a sus
pueblos a hacer: estorbar la armonía y la unidad que existe entre
ellos y que nada estorbaría si no existieran los gobiernos.
III
¿En realidad, qué son
estos gobiernos, sin los cuales tantas personas creen que no podrían
subsistir?
Pudo haber habido un
tiempo en que fueron necesarios, cuando los malos resultados de ellos
fueron menores que las consecuencias de quedar sin defensa contra
vecinos organizados; pero ahora tales gobiernos no son necesarios y
constituyen un mal mucho mayor que todos los peligros que utilizan
para asustar a sus súbditos.
No solo gobiernos
militares, sino gobiernos en general podrían ser, no diremos útiles,
sino inocuos, solo en el caso de que se formaran de personas buenas e
inmaculadas, como ocurre entre los chinos, teóricamente. Pero el
hecho es que los gobiernos, debido a la naturaleza de su actividad
que consiste en ejercer actos de violencia, se componen siempre de
los elementos más contrarios a la bondad. Se componen de los hombres
más audaces, más sin escrúpulos y más pervertidos.
Resulta que un gobierno,
y particularmente uno que tenga bajo sus órdenes el poder militar,
es la organización más peligrosa posible.
El gobierno en su sentido
más amplio, incluyendo a los capitalistas y la prensa, no es otra
cosa que una organización que pone a la mayor parte de los hombres
bajo el poder de una parte menor que domina; ésta parte menor está
sujeta a una parte todavía más pequeña, y ésta, a otra más
pequeña aún y así hasta llegar al fin a unos pocos o a un hombre
solo, que por medio de la fuerza militar tiene poder sobre todos los
demás. Toda esta organización se parece a un cono cuyas partes
están completamente bajo el poder de estos hombres, o de la persona
sola, que están en la cúspide.
El ápice del cono está
posesionado por esta persona o por estas personas que son, o aquella
persona que es, más astuta, más audaz y más sin escrúpulos que
las otras, o por alguno que la casualidad ha hecho el heredero de los
más audaces y de los más faltos de escrúpulos.
Hoy puede ser Goris
Bodonof y mañana Gregorio Otropief. Hoy la Catalina licenciosa que,
ayudada por sus amantes, asesinó a su marido; y mañana Gougatchef o
Pablo el loco. Nicolás I o Alejandro III.
Hoy puede ser Napoleón,
mañana un Borbón o un Orleans, un Boulanger o una Compañía
Panamá: hoy puede ser Gladstone, mañana Salisbury, Chamberlain o
Rhodes.
Y en manos de tales
gobiernos se entrega pleno poder, no solamente sobre propiedades
vivas, sino también sobre el desarrollo espiritual y moral, la
educación y la dirección religiosa de todos.
Los hombres construyen
tan terrible máquina de poder, y dejan posesionarse de ella a
cualquiera que pueda (y las probabilidades son siempre de que se
apoderará aquél que es moralmente el más indigno), se someten a él
servilmente y se asombran después cuando resulta tanto mal. Temen a
las bombas anarquistas y no tienen miedo de esta terrible
organización que les amenaza continuamente con las calamidades más
grandes.
Los hombres creyeron
ventajoso el ligarse unos a otros para resistir a sus enemigos, como
hacían los montañeses del Cáucaso para resistir a los asaltos de
los rusos. Pero el peligro ha pasado completamente y no obstante, los
hombres siguen atándose.
Se ligan de una manera
que un solo hombre puede tenerlos a su merced, y entonces tiran al
suelo el cabo de la soga que los liga, y siguen arrastrándolo para
el primer bribón o tunante que lo empuñe o haga y haga lo que
quiera con ellos.
¿Qué hacen los hombres
sino precisamente eso, cuando erigen, mantienen y se someten a un
gobierno organizado y militar?
Para salvar a los hombres
de los males terribles que resultan de los armamentos y las guerras,
que continuamente aumentan, no son congresos ni conferencias que se
necesitan, ni tratados, ni tribunales de arbitraje, sino la
destrucción de aquellos instrumentos de violencia que se llaman
gobiernos y de los cuales resultan los mas grandes males que sufre la
humanidad.
Para destruir la
violencia gubernamental, una sola cosa se necesita, y es que los
hombres lleguen a comprender el sentimiento de patriotismo que solo
sostiene dicho instrumento de violencia; es pues, un primitivo,
indigno y pernicioso sentimiento y que, sobre todo es inmoral. Es un
sentimiento primitivo, grosero, porque es únicamente natural en las
gentes colocadas en el nivel más inferior de la moralidad, y que no
esperan más de las otras naciones sino aquellos ultrajes que ellos
mismos están prontos para cometer contra ellas; es un sentimiento
pernicioso porque perturba las relaciones ventajosas, alegres y
pacíficas con los otros pueblos, y sobre todo porque produce aquella
organización gubernamental bajo cuya dirección el poder puede caer
y cae, en manos de los peores hombres; es un sentimiento indigno,
porque convierte al hombre no simplemente en esclavo, sino en gallo
de riña, toro o gladiador que gasta sus fuerzas y su vida en fines
que no son los suyos propios, sino los de su gobierno; y es un
sentimiento inmoral, porque en vez de declararse hijo de Dios como el
cristianismo nos enseña, o siquiera hombre libre dirigido por su
propia razón, cada uno bajo la influencia del patriotismo, se
declara hijo de su patria y esclavo de su gobierno, y comete actos
contrarios a su razón y a su conciencia.
Solo es necesario que el
pueblo llegue a comprender eso, y la traba terrible que llamamos
gobierno y que nos tiene atados caerá deshecha por sí sola, sin
lucha; y con ella desaparecerán los males inmensos que produce.
Los hombres empiezan ya a
comprender la verdad. Por ejemplo, ahí va lo que me escribe un
ciudadano de los Estados Unidos:
“Nosotros
somos labradores, mecánicos, fabricantes, comerciantes, preceptores,
cocineros, y todo lo que pedimos es el privilegio de atender nuestros
asuntos. Nuestras fincas nos pertenecen, amamos a nuestras familias y
a nuestros amigos con todo afecto y no nos metemos en las cosas de
nuestros vecinos; tenemos trabajo que hacer y deseamos trabajar.
¡Dejadnos en paz! Pero no quieren; estos políticos insisten en
gobernarnos y en mantenerse ellos con nuestro trabajo. Nos imponen
tributos, comen nuestra sustancia, obligan a nuestros hijos a servir
en sus guerras. Toda la turba de gente que recibe su sustento del
gobierno lo debe a los tributos que nos impone el gobierno, y para
llevarlo a efecto se mantienen ejércitos permanentes. La afirmación
de que se necesita el ejército para la protección de país, es todo
fraude y pretexto. El gobierno francés asusta al pueblo diciéndole
que los alemanes están prontos y deseosos de caerle encima; los
rusos temen a los ingleses, los ingleses temen a todos; y ahora, en
América, nos dicen que debemos aumentar nuestra armada y ejército,
porque de un momento a otro toda Europa podrá conjurarse en contra
nuestra.
“Todo
eso es fraude y mentira. La gente laboriosa de Francia, Inglaterra y
Alemania es contraria a la guerra. No queremos sino que nos dejen en
paz. Los hombres que tienen esposas, hijos y novias, padres ancianos
en sus hogares, no quieren salir a pelear con nadie. Somos hombres
pacíficos y nos espanta la guerra. La odiamos.
“Queremos
obedecer a la Regla Dorada".
“La
guerra es el resultado seguro de la existencia de hombres armados. El
país que mantiene un gran ejército permanente tarde o temprano
tendrá una guerra entre manos. El hombre que se jacta de la fuerza
de sus puños, ha de encontrarse algún día con otro que se crea más
fuerte y pelearán. Francia y Alemania no tienen otra cuestión entre
ellas sino el deseo de probar cual es superior. Se han batido varias
veces, y se batirán otra vez; y no es que el pueblo quiera combatir,
sino que la clase superior sopla en el medio hasta convertirlo en
furor, y hace creer a los hombres que deben combatir para defender
sus hogares.
“Así
resulta que a los hombres que quieren seguir la doctrina de Cristo,
no se les permite hacerlo, están saqueados, ultrajados y engañados
por los gobiernos.
Cristo enseño la
dulzura, la mansedumbre y el perdón a nuestros enemigos. El
Evangelio enseña a los hombres a no jurar nunca, pero la clase
superior nos hace jurar sobre la Biblia en que no creen ellos mismo.
“La
cuestión es: ¿cómo podemos deshacernos de estos vampiros que nunca
trabajan y sin embargo están bien vestidos, con galones y botones de
oro; que comen nuestra sustancia y para quienes trabajamos?
“¿Debemos
pelearles?
“No,
no debemos derramar sangre; además de eso, ellos tienen los cañones
y el dinero, y pueden sostenerse mucho más tiempo que nosotros.
“¿Y
como se compone este ejército que tienen a su disposición para
hacernos fuego?
“De
nuestros vecino y hermanos engañados hasta creer que hacen la
voluntad de Dios, protegiendo a su país contra sus enemigos; cuando
la verdad es que nuestro país no tiene enemigos, salvo la clase
superior que hacer creer que vigilan sobre nuestros intereses, con
tal de que la obedezcamos y le permitamos imponernos tributos.
“Así
se apoderan de nuestros recursos y se sirven de nuestros hermanos
para dominarnos y humillarnos. Uno no puede mandar un telegrama a su
mujer, ni una encomienda a su amigo, ni vender un cheque en favor del
tendero sin pagar un tributo que sirve para mantener hombres armados,
que a la voz de mando no vacilarían en matarnos o ponernos presos en
caso de no querer pagar.
“El
único remedio se halla en la educación. Educad a los hombres en la
convicción de que es un crimen matar a otros. Enseñadles la Regla
Dorada, y siempre la Regla Dorada. Desafiad sin palabras a la clase
superior, negándonos a rendir culto a su fetiche de la Guerra. Dejad
de mantener clérigos, que predican la guerra y el patriotismo,
obedeciendo a sus intereses egoístas. Que se dediquen ellos a
trabajar como lo hacemos nosotros. Nosotros tenemos fe en Cristo;
ellos no. Cristo predicaba lo que creía; pero ellos predican lo que
creen que es agradable a los hombres del poder: «la clase superior».
“No
queremos alistarnos en el ejército. No haremos fuego cuando nos
manden. No calaremos bayonetas contra un pueblo benigno e inofensivo.
No haremos fuego sobre labradores que defienden sus hogares, para
satisfacer a un Cecil Rhodes. Vuestro grito de ¡el lobo! ¡El lobo
no nos arredra! Pagamos nuestros impuestos solamente porque nos
obligan por la fuerza, y no pagaremos cuando podamos evitarlo. No
pagaremos ya los diezmos de nuestras iglesias, ni sus falsas obras de
caridad, y promulgaremos la verdad. Enseñaremos a todos los hombres;
y siempre nuestra influencia hará camino, y hasta los hombres en las
filas del ejército se desengañarán y rehusarán hacer uso de sus
armas. Haremos comprender a todos que la idea de la vida cristiana de
paz y de amor supera a la de la lucha, de sangre y de guerra.
“La
paz sobre la tierra solo ha de realizarse cuando los hombres acaben
con los ejércitos cumpliendo con los demás como quisiéramos que
cumpliesen con los otros”.
Así escribe un ciudadano
de los Estados Unidos; y de todos lados y en varias formas resuena la
misma voz.
Un soldado alemán me
escribe de la manera siguiente:
“Hice
dos campañas con la Guardia Prusiana, en 1866 y en 1870, y tengo en
el alma el odio más profundo por la guerra, porque me ha hecho
sufrir de una manera inexpresable. Nosotros, los soldados
estropeados, recibimos una recompensa tan mezquina que realmente
debemos tener vergüenza de haber sido nunca patriotas. Yo, por
ejemplo, recibo 18 centavos por día en pago de mi brazo derecho, que
fue atravesado por una bala en el asalto sobre Saint Privat, el 18 de
agosto de 1870. Muchos perros de caza reciben más para su sustento:
y había yo padecido dos años enteros por causa de mi brazo dos
veces herido. Ya en el año 1866 tomé parte en la guerra contra
Austria, y combatí en Tratenau y Konigrafz, y presencié bastantes
horrores. En 1870, formado en las reserva, fui llamado de nuevo y,
como ya he dicho, fui herido en el asalto de Saint Privat. Mi brazo
derecho fue atravesado, longitudinalmente dos veces. Había tenido
que abandonar una buena colocación en una fábrica de cerveza sin
poder recuperarla nunca. Desde entonces he podido recapacitar. Mi
intoxicación patriótica pasó pronto y no había otra cosa para el
inválido herido, sino mantenerse por medio de una pitanza mezquina,
suplementada por la caridad.
“En
un mundo donde los hombres se comportan como animales domesticados, y
no son capaces de comprender otra idea que la de defraudarse unos a
otros por dinero, en un mundo semejante que me tomen por loco pero,
sin embargo, siento en mi la idea divina, la paz y amor tan
noblemente expresada en el sermón de la montaña. Mi convicción más
profunda es que la guerra no es más que un negocio en escala mayor,
-un negocio en manos de los ambiciosos y los poderosos que juegan con
la felicidad de los pueblos. ¡Cuántos errores hace sufrir! ¡Nunca
podré arrancar de la memoria los quejidos y gemidos que me
penetraban el alma!
“Hombres
que nunca se han ofendido unos a otros, empiezan a masacrarse como
animales feroces y otros de alma esclavizada, comprometen al buen
Dios, haciéndole cómplice de sus crímenes.
“A
mi lado un hombre tuvo la mandíbula despedazada por una bala. El
desgraciado se enloqueció con el dolor. Disparó desesperado y, en
el gran calor de verano, no pudo conseguir agua para lavar y
refrescar su herida atroz. Nuestro jefe, que fue después el
emperador Federico el noble, escribió en su diario: «la guerra es
la ironía del evangelio»”.
Los hombres empiezan,
pues, a comprender el engaño que representa el patriotismo, en el
cual todos los gobiernos se esfuerzan en mantenerlos.
IV
Pero, generalmente se
dice: «¿qué habrá en lugar de los gobiernos?».
No habrá nada. Una cosa
que ha sido mucho tiempo inútil, y, por eso, superflua y mala, será
abolida. Un órgano que siendo innecesario, ha llegado a ser dañoso,
será suprimido.
«Pero» repiten «si no
hay gobierno los hombres se matarán unos a otros».
¿Y por qué? ¿Por qué
será que la supresión de una organización que se originó por
causa de la violencia, —que ha sido transmitida por tradición, de
generación a generación, para ser violencia— porqué será que la
supresión de semejante organización, actualmente sin utilidad,
tendrá por resultado que los hombres se maten y se ultrajen? Todo lo
contrario; es de presumir que la supresión del órgano de la
violencia tendrá por resultado que los hombres cesarán de
ultrajarse y matarse.
Actualmente ciertos
hombres están especialmente educados e instruidos para matar y
ejercer la violencia con los otros, -hay hombres que tienen concedido
el derecho de hacer violencia y hacer funcionar una organización que
existe al efecto; y los actos de violencia y muerte efectuados por
ellos se consideran buenos y laudables.
Pero en aquél entonces
no habrá gente así educada e instruida y nadie tendrá el derecho
de hacer violencia a otros, y no habrá ninguna organización formada
con el objeto de hacer violencia, y, como es natural, también en
nuestros tiempos, la muerte y la violencia serán miradas como
acciones malas, cualquiera que sea quien las cometa.
Pero suponiendo que estos
actos continuarán cometiéndose hasta después de la supresión de
los gobiernos, sin embargo, serán seguramente menos numerosos que
ahora que tenemos una organización especial con el objeto de
realizar estos actos, y un estado de cosas que reconoce los actos de
violencia y de muerte como buenos y útiles.
La supresión del
gobierno nos libraría simplemente de una organización que nos ha
llegado de herencia desde el pasado, y que tiene por objeto cometer
violencia y justificarla.
«Pero, entonces, no
habrá ley, ni propiedad, ni tribunales de justicia, ni policía, ni
educación Popular», dicen aquellas personas que, con intención
confunden el empleo de la violencia por los gobiernos con las
diferentes actividades sociales.
La abolición de la
organización gubernamental que tiene por objeto la violencia, no
significa la supresión de ninguna cosa razonable o buena, y, por
consiguiente no basada en la violencia.
Al contrario, la
supresión del poder brutal del gobierno que no tiene otro objeto que
su propio sostenimiento, facilitaría el advenimiento de una
organización social más justa y razonable que no tendría necesidad
de violencia. Tribunales de justicia, asuntos públicos y educación
popular existirán mientras que sean realmente necesarios, pero de
tal manera que no estarán rodeados con los males del sistema actual
del gobierno. Lo que se destruirá será simplemente lo que sea malo
y contrario a la expresión libre del pueblo.
Pero suponiendo que con
la supresión del gobierno habría tumultos y luchas civiles, todavía
la situación del pueblo sería mejor que ahora. La posición actual
es tan mala que es difícil imaginar cosa peor.
El pueblo está arruinado
y su ruina se hace cada día más completa. Los hombres se han vuelto
todos esclavos de la guerra, y de día en día esperan las órdenes
de matar y hacerse matar. ¿Qué más falta? ¿Tendrán que morirse
de hambre los pueblos arruinados? Eso empieza ya en Rusia, en Italia
y en la India. ¿Falta obligar a las mujeres, como a los hombres, a
servir de soldados? En el Transvaal eso empezó a ponerse en
práctica.
Así es que, aun cuando
la supresión del gobierno resultara la anarquía, en el sentido
negativo de la palabra, como queriendo decir desorden, -lo que está
muy lejos de su verdadera significación,- aun todavía, en ese caso,
ningún desorden anárquico podría ser peor que la situación a que
los gobiernos ya han llevado a sus pueblos y hacia donde están
llevándolos.
Y por consiguiente la
emancipación del patriotismo, y la destrucción del despotismo del
gobierno que descansa en él, no puede ser sino benéfica al género
humano.
¡A despertar, hombres!
¡Y por vuestro propio bienestar físico y espiritual, por el amor de
vuestros hermanos y hermanas, pensad, reflexionad con calma en lo que
estáis haciendo!
Reflexionad, y
comprenderéis que vuestros enemigos no son los boers ni los
ingleses, ni los fins, ni los rusos, sino que vuestros enemigos,
-vuestros enemigos,- sois vosotros que mantenéis con vuestro
patriotismo los gobiernos que os oprimen y os hacen infelices.
Se encargaron ellos de
protejeros de todo peligro, y han llevado su pseudo-protección al
punto de que vosotros todos os habéis vuelto soldados o esclavos y
estáis arruinados u os estáis arruinando más y más, y de un
momento a otro podéis y debéis esperar que la cuerda tan tirante se
corte, y que una matanza atroz de vosotros y de vuestros hijos
resulte en consecuencia.
Pero por más grande que
sea la matanza aquella, y cualquiera que sea la conclusión del
conflicto, el mismo estado de cosas continuará. De la misma manera,
y todavía con más encono, los gobiernos os armarán, os arruinarán
y pervertirán a vosotros y a vuestros hijos, y nadie os ayudará a
contener el mal o impedirlo si vosotros mismos no os ayudáis; y no
hay más que un modo de ayuda posible que consiste en la abolición
de la liga terrible de aquel cono de violencia que permite a la
persona o a las personas que consiguen posesionarse del ápice,
ejercer poder tan grande sobre todos los otros, y mantener el poder
tanto más firmemente cuanto más crueles e inhumanos son como vemos
en los casos de Napoleón, Nicolás I, Bismarck, Chamberlain, Rhodes
y nuestros dictadores rusos que gobiernan al pueblo en nombre del
Czar.
Y no hay más que un solo
medio para destruir este encadenamiento: sacudiendo la sugestión del
patriotismo.
Tenéis que comprender
que todos los males que sufrís, vosotros mismos los causáis
prestando crédito a las sugestiones de los emperadores, los reyes,
los miembros del parlamento, gobernantes, capitalistas, sacerdotes,
autores, artistas y todos los que necesitan esta mentira del
patriotismo para poder vivir a costa de vuestro trabajo, y que por
eso mismo os engañan.
0 comentarios: